THE EXIT
Por Francis Berti
The Exit. Está en todas las puertas y picaportes. A veces hay muchísimas más que muchas. Nos detiene la oblicuidad del razonamiento humanoide de regreso a la proposición de la puta realidad de las llamadas elecciones proculturales del devenir “Qué hacer”. Y ese principio de los demás nos cierran cada puerta y cada picaporte del Exit desaparece para entregarnos al mundo de lo ordinario y perfecto para seguir orinándonos encima.
Y es en ese charco de lo ordinario donde el verdadero juego se revela. La realidad, la puta realidad, no es un obstáculo; es un espejo deformado. Nos la presentan como un conjunto de elecciones que parecen lógicas, racionales, necesarias: “tienes que estudiar esto”, “tienes que trabajar en aquello”, “tienes que formar una familia así”. Cada una de esas “elecciones proculturales” no es más que una cadena que nos ata a la comodidad de la mediocridad. Nos enseñan a valorar la puerta cerrada como un signo de seguridad, no como una prisión.
Pero la salida no desaparece. Simplemente se camufla. Se esconde en el punto ciego de nuestra visión, en el rincón donde la razón humanoide no quiere mirar. Y el primer principio para verla es precisamente el que nos negamos a aceptar: que no estamos aquí para seguir un guion. Que el mundo ordinario y perfecto es una jaula de oro. Para ver la salida hay que desaprender el miedo a la intemperie, a la nada, al fracaso. Hay que ver la realidad no como un manual de instrucciones, sino como un lienzo en blanco. Un espacio donde el “qué hacer” no está dictado por los demás, sino por la única voz que nos importa: la nuestra. Y es en ese acto de ver, de reconocer que la puerta siempre estuvo ahí, donde el “orinarnos encima” se convierte en una elección, no en una condena.
Y es entonces cuando la verdadera aventura comienza. Ya no hay un camino a seguir, sino un camino a inventar. La puerta, que antes era una simple salida, se transforma en un acto creativo. Abrirla ya no es escapar de algo, sino entrar en todo. El “qué hacer” se disuelve en el infinito “qué puedo hacer”. Y la realidad, la misma que nos parecía puta y opresora, se revela como un material crudo, un cúmulo de posibilidades a la espera de que nuestro pulso firme, sin miedo, la moldee a nuestro antojo. Es en ese momento de lucidez, de absoluta y terrible libertad, donde comprendemos que nunca hubo puertas cerradas, solo ojos que se negaban a ver.