Ir al contenido

LA PLAZA DE LOS DESORDENES (INTERNACIONAL, SOCIAL)

LA PLAZA DE LOS DESORDENES  (INTERNACIONAL, SOCIAL)

Por Francis Berti

La plaza de los desórdenes. El lugar más establecido por las costumbres y los desafíos donde de manera aleatoria se conjugan todos los desórdenes primarios en un gran desorden social, desde la picazón del dedo gordo del pie mal parado, hasta la discapacidad, tanto la visible como las tantas invisibles deambulando por los bordes paleontológicos de las cabezas bien adornadas por fuera, y encalanadas por el mismísimo demonio de la falta de orden. Así encuentro los amontonamientos de embriones humanos en las tardes de calorcito la plaza a que se ocurre llevar me liviano saco de huesos a tropezar con ellos, sin buscar respuestas, el palabrerío me llega tan cruzado y absurdo como el que creí venir a buscar: Yo ese día llegué temprano por eso pude embaucarme en cada uno de los desórdenes mentales pero jamás reconocidos por el usante:

El primer desorden me llegó en forma de un hombre que, con la cabeza gacha, repetía una y otra vez la misma historia a un amigo que asentía sin escuchar. Su miseria no estaba en la historia en sí, sino en la delicadeza errónea con la que la adornaba. No buscaba ser escuchado, sino ser validado. Y en esa insistencia, su intento de ser auténtico se perdía en una repetición tan tediosa que era imposible empatizar. Y de repente me vi envuelto en sus palabras, un espectador más de su insistencia vacía.

Luego, una mujer con el rostro bañado en un maquillaje exagerado me abordó, pidiéndome fuego para su cigarrillo. Con cada gesto, con cada movimiento de su boca pintada, intentaba imitar a una actriz famosa, pero la imitación era tan falsa, tan desesperada, que la suya propia, esa que no quería mostrar, gritaba a través de sus poros. En su intento de parecerse a otra, su verdadera miseria —la de la soledad y el miedo— me salpicó sin mojarme.

Me llené de sus miserias y delicadezas erróneas, como si fueran polen en el aire. Las vi en cada risa forzada, en cada mirada que buscaba una aprobación, en cada palabra que se decía no por el sentido, sino por el eco que producía. Eran todos personajes de una misma obra, tratando de encajar en roles que no les pertenecían, y en ese intento, se volvían caricaturas de sí mismos. Yo, el que había ido a observar, me sentía como una esponja absorbiendo un veneno dulce. No eran malos, simplemente erróneos en su manera de tratar de parecerse a algo que no eran. Y en esa plaza, por un momento, todos éramos parte del mismo desorden, sin querer mimetizarnos, pero irremediablemente unidos por la inautenticidad.

Yo creí que mi papel era el de un científico que llega a un campo de estudio. Un arqueólogo que desentierra reliquias de la falta de orden, un antropólogo que se sienta en la banqueta a tomar notas. Pero me equivoqué. En el momento en que me senté, dejé de ser un simple observador. Me convertí en el espejo de sus fallas. Ellos no buscaban que los entendiera; solo necesitaban un reflejo de su propia desilusión. Al absorber sus miserias, las hice mías. Mi “liviano saco de huesos” se llenó de un peso que no le pertenecía, un peso que se adhería a cada vértebra.

Mi falta de autenticidad, la mía propia, estaba en mi supuesto desapego. En mi pretensión de no ser parte de ese desorden. Pero, ¿no es la falta de orden la más humana de las condiciones? Me encontré a mí mismo en cada uno de ellos. En el que repetía una historia vacía, en la que se disfrazaba de otro. Mi propia delicadeza errónea era creer que podía entrar y salir de la plaza sin ser manchado. Yo no me mezclé con ellos, me di cuenta de que siempre había sido uno de ellos. El desorden no estaba afuera, sino que yo mismo era la plaza, un lugar donde los perdidos se encuentran en la miseria de su intento de ser algo que no son.

Cuando la revelación me golpeó, no fue con el estruendo de un rayo, sino con la quietud de una verdad ineludible. Dejé de ser un simple saco de huesos que tropezaba con los demás; me convertí en un habitante más de la plaza. El miedo se desvaneció y fue reemplazado por una extraña calma. Ya no había nada que proteger. No había un “yo” auténtico que se pudiera contaminar, porque ese “yo” nunca existió. Solo existía la plaza.

Y en ese instante, mi papel cambió. Ya no era el arqueólogo, ni el antropólogo, ni el observador. Era uno de ellos. Ahora, mi única misión no era entenderlos, sino simplemente estar. Sentarme en el banco con el hombre de la historia repetida, asentir sin escuchar, y en ese gesto vacío, sentir la misma miseria que él. Ofrecerle fuego a la mujer del maquillaje, no por cortesía, sino por una silenciosa hermandad en el disfraz. Me di cuenta de que la única forma de ser auténtico en la plaza era aceptar el desorden. No el de ellos, sino el mío propio. Porque en ese preciso momento, entendí que no hay mimetismo. Solo hay un gran desorden. Y todos, de una u otra forma, le pertenecemos.

 

 

 

1 pensamiento en “LA PLAZA DE LOS DESORDENES (INTERNACIONAL, SOCIAL)”

  1. La plaza de los desórdenes.Hay una irregularidad o falta de orden en las costumbres, dando lugar a una situación o estado de confusión o de alteración de algo,especialmente del orden público social.El poder de la gentileza logra una gran transformación del entorno, una palabra, un gesto,realiza un gran cambio en las interrelaciones, da confort a los corazones y logra cambiar las perspectivas, dándote cuenta de que la única forma de ser auténtico en la plaza era aceptar el desorden, no el de ellos sino el tuyo propio, el mimetismo no existe. Solo hay un gran desorden.y de una forma u otra todos les pertenecemos. Para reflexionar. Gracias FRANCiS .

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *