
SERES DE EXTRAORDINARIA PRESENCIA
por Francis Berti
Hablemos sobre la suavidad, sobre la suavidad de las de los seres humanos, sobre el fulgor que los hace estallar en la pertinaz silente del prior andar por los cables colgados suavizando el ambiente de todo que tocan y acarician sin que nadie lo perciba pero las pequeñísimas masas se sienten acariciadas sin saber que las toco. ¿Qué es ello que nos palpa?
El Cerco de la Suavidad
La Suavidad no es la blandura de la seda ni la calma de la música; es un campo de fuerza ontológico que nos rodea. Es la razón por la que el desastre absoluto no ocurre en cada segundo de la existencia.
El problema es que la Suavidad, por definición, es imperceptible. No tiene aristas, no tiene exigencia, no hace ruido. Es lo que permite que el corazón lata sin que lo pensemos, lo que hace que un café amargo no queme toda la garganta, lo que detiene la palabra cruel justo antes de que salga de los labios.
Y la Suavidad está encarnada en los Seres de Extraordinaria Presencia.
Estos seres no son héroes ni amantes perfectos. Son soportes silenciosos. El oficinista que te cedió el paso sin mirarte y evitó una colisión. El desconocido que te dio la hora con una voz tan tranquila que ancló tu pánico. La vieja que te sonrió en el autobús, y esa sonrisa era el único hecho no-negociable del día. Los perdimos, y los seguimos perdiendo, porque la mente, obsesionada con el drama y la trascendencia, solo registra lo duro, lo trascendente, lo que exige una respuesta.
La tragedia no es que se vayan, sino que nunca sabremos quiénes son. Jamás podremos agradecerles, ni registrar su nombre, porque para el momento en que notamos que la vida no se hizo añicos, ellos ya han pasado y su Suavidad se ha retirado. Su presencia es un regalo anónimo, y nuestro único papel es la negligencia del reconocimiento. Nos rodean, crean el ambiente donde la vida es soportable, y nosotros, con la mirada fija en el drama, los dejamos pasar.
La vida se bifurca constantemente: por un lado, el camino ruidoso del drama que gestionamos, y por el otro, el sendero insonoro de la Suavidad que nos sustenta. Y elegimos la primera, una y otra vez, hasta que un día nos damos cuenta de que hemos perdido a todos los Seres de Extraordinaria Presencia, y lo único que queda es la aterradora rigidez de una vida sin ese colchón invisible.
El Deseo Tardo de la Identificación
Pero un día, me detuve. Estaba en una sala de espera genérica, de un color beige que no exigía nada. La rigidez de mi propia existencia me asfixiaba. Y entonces la sentí: un micro-corriente de Suavidad.
Provenía de un hombre sentado en la esquina. No hacía nada excepcional. No leía, no usaba el teléfono. Simplemente estaba ahí. Su aura no era brillante, sino amortiguadora. Parecía absorber las aristas de la sala: el ruido del aire acondicionado era menos áspero, la luz fluorescente menos agresiva, la tensión de los otros pacientes menos palpable. Su presencia era una vacuna contra el caos.
Y supe, con una certeza desesperada, que él era uno de los Seres de Extraordinaria Presencia. Él era esa parte del universo que hacía posible que yo no enloqueciera del todo.
El pánico se apoderó de mí. Si él se iba ahora, si yo no lograba anclarlo, registrarlo, darle un nombre y un porqué a esa Suavidad, la oportunidad se perdería para siempre. Caería de nuevo en la negligencia del olvido. Mi mente, entrenada para el drama, me gritaba: “¡Trascendencia ahora! ¡Identifica lo invaluable!”
Me puse de pie, sintiendo la urgencia ridícula de etiquetar la Gracia. Tenía que preguntarle su nombre, su oficio, su filosofía de vida. Algo que me permitiera recordarlo, no por lo que hizo, sino por lo que era en el sentido más puro. Necesitaba que su ser se volviera un hecho tangible antes de que su Suavidad lo evaporara en el anonimato.
Di un paso. Di otro. La Suavidad que emanaba de él se hacía más densa, casi como un muro de seda que impedía el acercamiento apresurado.
(El relato establece la naturaleza de la Suavidad como una fuerza ontológica imperceptible, encarnada en los Seres de Extraordinaria Presencia, y el personaje siente la urgencia de identificar a uno de ellos en una sala de espera.
El Silencio de la Suavidad
Llegué ante él. Me detuve a un paso de distancia, sintiendo la tensión de mi cuerpo entero, un templo de nervios y pasados, confrontando la calma absoluta. El hombre de la esquina, el Ser de Extraordinaria Presencia, levantó lentamente la cabeza. Sus ojos, de un color indefinido y profundo como el agua de un pozo, me miraron sin sorpresa, sin juicio, y sin la menor exigencia.
Y el lenguaje colapsó.
Mi mente, entrenada en la gestión activa del drama, tenía una ráfaga de preguntas listas: ¿Quién eres? ¿Qué haces? ¿Por qué me salvas sin saberlo? Pero justo cuando intenté articular la primera sílaba, un bloqueo suave, absoluto, se instaló en mi garganta.
La Suavidad era tan potente que anuló la necesidad de la palabra.
Si le preguntaba su nombre, la etiqueta se convertiría inmediatamente en un hecho trascendente, en una memoria que yo cargaría, y eso destruiría la esencia anónima de su presencia. Si le preguntaba por qué estaba allí, él me daría una causa trivial, una excusa, y yo perdería la inmensidad de su ser-sin-propósito. Si le pedía su filosofía, él me daría una subgerencia de la irracionalidad más.
No pude hablar porque la Suavidad me enseñó una verdad ontológica: lo verdaderamente esencial no tiene nombre, ni razón, ni relato.
Me quedé allí, congelado en el gesto de preguntar, con la boca semiabierta, ofreciéndole mi silencio defectuoso. Él simplemente me sostuvo la mirada por un instante que duró un siglo y un segundo.
Y luego, sin prisa, sin drama, sin una sola arista, el hombre simplemente se levantó.
No se desvaneció, no desapareció en un truco de magia. Se puso de pie, su movimiento tan fluido que fue imperceptible. No se dirigió a ninguna puerta específica. No me dio una palmada en el hombro. Él partió sin recuerdos y sin odio de esa sala, sin dejar rastro de trascendencia.
Y yo me quedé, de nuevo, de pie. No lo había identificado. No había roto su anonimato. No había traído la Suavidad al reino del drama. Había fallado en la identificación, pero había logrado algo más profundo: había experimentado, de forma directa y silenciosa, la extraordinaria presencia de un ser que me negaba la posibilidad de hacer de su existencia una deuda o una historia.
La Suavidad no era un don que se me daba; era la condición de posibilidad para que yo siguiera buscando en el absurdo. Y nunca sabría quién era.
Esos seres de extraordinaria presencia, que pasan con sutileza y suavidad, acariciando todo lo que tocan, sin que nadie los percíba, te dan la posibilidad de seguir buscando en el absurdo, sin saber quien era.En esa sincronía nace la verdadera paradoja, que insiste en señalar la llaneza de una verdad que los demás quieren ocultar. Muy interesante tu publicación, para reflexionar sobre la verdad ontológica.